Es cierto que las verduras y frutas que recoges de tu huerto, o las silvestres, suelen ser algo más amargas que las del supermercado… Eso no es necesariamente malo, por más que para los paladares menos sofisticados –sobre todo los infantiles o infantilizados– el sabor amargo tenga connotaciones negativas, como si ese alimento tuviese algo repugante o dañino. De hecho, el ser humano posee en la lengua hasta veinticinco receptores del gusto amargo. Tanta sensibilidad se desarrolló por mera supervivencia, para detectar toxinas en plantas y alimentos, de ahí que cuando esas papilas gustativas detectan algo raro, despiertan la atención y quizá la reacción automática de escupir el alimento. Solo los paladares más sofisticados saben utilizar esos detectores complejos de sustancias venenosas para disfrutar de uno de los sabores más complejos, el amargo. En Occidente junto a ese sabor se diferencian otros tres: el dulce, el ácido y el salado; el Ayurveda de la India suma a éstos, el picante y el acre o astrigente; y, claro, es necesario señalar los últimos sabores cuyas papilas gustativas han sido descubiertas por la ciencia: el umami y el adiposo… (aquí se complican más las discusiones entre gastrónomos).
Lo que decía el titular: estos meses se habla mucho del sabor amargo. Quizá tenga que ver con la campaña -justificadísima- para reducir el azúcar de los alimentos y bebidas industriales, ya en niveles muy peligrosos para la salud pública. Pero cuando la revista New Scientist dedica su portada a un artículo sobre cómo la industria alimentaria va eliminando el amargo de las frutas y verduras, es que algo pasa. Estos alimentos amargos, como la alcahofa, la achicoria, los berros, el cardo mariano, las endivias, el ruibarbo, el limón o el pomelo, ya representan menos del 5% de la dieta en EE.UU. El chocolate y la cerveza se han ido dulcificando con los años, quizá por eso resurge la moda del chocolate puro, como el de Taza Chocolate, o las bitter artesanas, dejando que se note el amargo del lúpulo.
Los científicos están cada vez más preocupados, porque desterrar lo amargo de nuestra dieta afecta a nuestra salud, incluso de maneras que todavía no conocemos plenamente. Tradicionalmente se sabe que los amargos estimulan el apetito (muchas bebidas aperitivas se elaboran a partir de plantas amargas), actuando sobre el hipotálamo y aumentando los movimientos y secreciones estomacales. También evitan las digestiones pesadas y estimulan el funcionamiento del hígado, ayudan a regular el peso, tonifican el organismo y, se está investigando, quizá afectan a la fertilidad. Pero científicos como Robert Margolskee, investigador de los receptores que detectan las moléculas del dulce, amargo y salado, están descubriendo que estos detectores existen también en el tracto gastrointestinal y en otros órganos en todo el cuerpo… Parece ser que estos receptores “extraorales” están implicados cada vez más en la regulación de la digestión, la nutrición, el metabolismo y la liberación de hormonas.
Por otro lado es curioso el interés que ha despertado el último libro de la premiada escritora gastronómica Jennifer McLagan, Bitter: A Taste of the World’s Most Dangerous Flavor (algo así, como “Amargo: una degustación del sabor más peligroso del mundo”), con cantidad de historias y recetas para apreciar este sabor con nuestras papilas receptoras de ancestrales venenos. Además de probar algunas de sus recetas, para bien de nuestra salud y papilas gustativas, dejaremos que el huerto se asilvestre un poco, tomaremos pomelo para desayunar, recogeremos frutos del bosque, pondremos diente de león o escarola en las ensaladas, volveremos a cultivar pack-choi, nos comeremos las raciones que toquen de pastel de ruibarbo (uugghhh), le daremos al chocolate 75% puro, y tomaremos Fernet Branca con los amigos argentinos. ¡A vuestra salud!